En resumidas cuentas, siempre se escribe sobre la vida, la muerte, el amor y la venganza. Claro está, esto termina siendo puesto en distintas topografías propias de los “comunes casos de toda suerte humana”. Como la memoria. El viaje. El tiempo. O el regreso. Pero los temas son aquellos cuatro. De manera consistente. Y persistente. Eso sí, de vez en cuando aparecen obras que escriben sobre todas aquellas cuestiones, en todos estos pliegues. Eso es “Frankenstein o el moderno Prometeo”, de Mary Shelley. Ahí están la vida, la muerte, el amor y la venganza. Y aparecen el viaje, el tiempo, la memoria y el regreso. Y mucho más también. Acaso por eso se revela inagotable a través del tiempo y de los formatos, como lo viene a confirmar la última película del premiado director mexicano Guillermo del Toro que arrasa en las taquillas y que él ha titulado, lacónicamente, “Frankenstein”.
La criatura de la película se aleja de antecedentes como el “Frankenstein de Mary Shelley” que protagonizó Robert de Niro en 1994, junto con Helena Bonham Carter y Kenneth Branagh (a la sazón, también el director). En la nueva entrega de este clásico, el “moderno Prometeo” materializa una concepción de optimismo antropológico: es originalmente bondadoso. Sin embargo, su aspecto (completamente antinatural, como consecuencia de sus cicatrices, pero no “monstruoso” en el engendro que ahora interpreta Jacob Elordi) genera la espontánea repulsa de los hombres. La criatura comprenderá que, como las bestias salvajes que cazan en manada, las personas se comportan agresivamente en su relación con el entorno. El hombre es lobo del hombre.
Ahora, la criatura a la que Víctor Frankenstein (Oscar Isaac) le da vida por medio de la electricidad de un rayo, luego de haber ensamblado un cuerpo a partir de los restos de soldados caídos en una batalla, termina generando la empatía de los espectadores. Y también la de Elizabeth (Mia Goth). Durante el tiempo en que yace encerrado en el laboratorio, no sabe decir mucho más que el nombre de “Victor”: él lo es todo para la criatura. Sin embargo, lo único que no había calculado el científico era la posibilidad de tener éxito. ¿Tenía alma su creación? ¿Cuál parte de su cuerpo, hecho de muchos cuerpos diferentes, es la portadora del alma? ¿Es inteligente? ¿Está realmente vivo?
Atormentado por la monstruosidad de su acto, Frankenstein buscará destruir lo que ha hecho. Su fracaso es el inicio de la autonomía del “moderno Prometeo”. Se refugiará donde un viejo molino y allí un anciano no vidente se convertirá en su amigo y le enseñará a leer. Es decir, le enseñará a pensar. Y la criatura comprenderá su verdadera naturaleza e irá a la búsqueda de Víctor para pedirle el único consuelo que imagina: una compañera.
La película se toma “licencias” respecto de la novela original. Elizabeth, por caso, no es la prometida de Víctor. Lo conoce por medio de su tío, el rico e inescrupuloso Heinrich Harlander (Cristoph Waltz), que será el mecenas de Frankenstein. Y, sobre todo, la abominación creada en un laboratorio no es una bestia sedienta de sangre. Su creador, por caso, es responsable de muchas de las muertes de varios de los protagonistas. ¿Quién es el monstruo, verdaderamente?
Poder y anarquía
Consecuentemente, el “monstruo” de esta película no es el mismo sobre el que escribió Mary Shelley a principios del 1800. En “esa literatura (del siglo XIX) vemos surgir (al monstruo) en sus dos tipos. Por un lado, el monstruo por abuso de poder (…). Después, en esa misma literatura, tenemos al monstruo (…) que vuelve a su naturaleza salvaje”, distingue Michel Foucault en su seminario sobre “Los anormales”, en la clase que dictó en el College de France el 29 de enero de 1975. (Fondo de Cultura, 2007, página 96). Su aclaración es liminar: “Las novelas de terror deben leerse como novelas políticas”.
Precisamente, y tomando prestado su esquema, Drácula, de Bram Stoker, es la novela del poder absoluto. Su protagonista es un noble, un conde, que tiene servidores y esclavas, y cuyo objetivo es el control de todos los seres vivos. El Frankenstein de Mary Shelley, en cambio, es el monstruo de la anarquía. Está hecho de retazos de seres anónimos y es producto de esa alarmante anarquía que representa una ciencia sin ética. Y no quiere controlar nada: es la bestia de la destrucción.
Pero la película, allende estas licencias, mantiene el espíritu de la novelista británica. También el desenlace ocurre en los confines del mundo: los hielos del Ártico. También hay un encuentro final entre Víctor Frankenstein y la criatura. En todo caso, el “monstruo” no promete aniquilarse esta vez, pero ya no andará entre el resto de los integrantes de la humanidad. Y, de manera omnipresente, se mantiene un conflicto central: el hombre que se rebela contra su creador. Victor Frankenstein en contra del dios judeocristiano, que es el único dador de la vida. El “moderno Prometeo”, en contra de Víctor Frankenstein, que es quien le ha dado vida a él. Y como le ocurre al Prometeo del mito de los dioses olímpicos, el castigo será descomunal. El científico perderá todo cuanto tiene y a todos los que ama. El monstruo recibirá una soledad inmortal.
Entre uno y otro extremo, vencer a la muerte, prolongar la vida, perseguir el amor y reclamar la venganza, a través de ciudades y páramos, de memorias y olvidos, año tras año, con una entidad que siempre regresa, serán constantes perennes.
Precisamente, la oscuridad es la atmósfera de esta película logradísima y monumental. Es un alarde de climas, sensaciones, vestuarios, reparto, actuaciones, fotografía, sonido y recreaciones de época. Todo ello combinado para que el resultado sea la belleza de dos horas y media que sólo pueden disfrutarse en la pantalla grande.
Una apuesta
Párrafo aparte merecen los homenajes e intertextualidades que se permite Del Toro. Cuando está siendo alfabetizado, lee un fragmento de “Ozimandias”, un soneto publicado en 1818, el mismo año en que Mary Shelley escribe “Frankenstein o el moderno Prometeo”. El poema, como si no bastase, fue escrito por el marido de ella: Percy Bisshe Shelley. “Ozimandias”, uno de los nombres con que también era conocido el faraón Ramses El Grande, es una oda a lo efímero del poder, no importa cuán descomunal se presuma en su apogeo. Con independencia de todo cuanto se dice y desdice sobre aquello que la inspiró, la poesía repara en una presunta escultura de la que solo quedan las piernas elevándose al cielo. El torso de la figura ha desaparecido y la cabeza, hundida en la arena, tiene el rostro destruido. “Y en el pedestal se leen estas palabras: ‘Mi nombre es / Ozymandias, rey de reyes: ¡Contemplad mis obras, / poderosos, y desesperad!’ / Nada queda a su lado. Alrededor de la decadencia de estas / colosales ruinas, infinitas y desnudas se extienden, a lo / lejos, las solitarias y llanas arenas”.
La cuestión no es anecdótica porque la tradición literaria pretende que “Frankenstein” es el fruto de una apuesta en Villa Diodati, en Suiza. Allí fueron de visita Mary Shelley y su esposo. El anfitrión fue nadie menos que Lord Byron. Allí también estaba otro escritor: John Polidory. El dueño de casa retó a sus invitados a escribir una historia de terror. Polidory, que era médico, escribió “El vampiro”. Mary Shelley concibió su novela imperecedera.
Guillermo del Toro también celebra la feliz ocurrencia de Lord Byron. Uno de sus versos corona la película que todavía está “en cartel”: “El corazón se romperá, pero roto seguirá viviendo”. Porque Frankenstein enseña que no son los monstruos los que perpetran las monstruosidades.